Mártir de Cristo:

San Jacinto Castañeda

 

Conferencia del Sr. Abad de Xátiva, don Arturo Climent, 
en la Parroquia de la Natividad de Nª Señora.

 La Font de la Figuera (Valencia)

 

 

        Se me ha pedido que hable sobre san Jacinto Castañeda  y lo hago con mucho gusto por varias razones, la  principal porque es un santo a quien admiro y quiero mucho y también porque podemos aprender mucho de su vida, testimonio y martirio.

 

        Nacimiento e infancia

 

       Jacinto nace en Xàtiva el 13 de enero de 1743 y es bautizado el mismo día en la Colegiata con los nombres de Félix, Tomás, Joaquín, Tadeo. Fueron sus padres José Castañeda, escribano real y público y su madre Josefa María Puchasóns. Los dos eran fervientes cristianos y de gran piedad

 

       La familia Castañeda sabe muy bien de los compromisos que conlleva el matrimonio cristiano de cara a la educación de los hijos. No escatimaron esfuerzo, dinero, preocupación y mucha ilusión en la formación de todos sus hijos: Vicente, que será sacerdote; Carlos, religioso carmelita; José y María Josefa, que contrajeron matrimonio y perpetuaron los apellidos Castañeda Puchasóns. A estos hijos dedicaron lo mejor de sus vidas y Dios les bendijo con la mejor y más grande de sus bendiciones.

 

       Del padre se recibe la fuerza, la prudencia, el buen hacer, el amor al trabajo y el respeto a los demás. De la madre el candor, la delicadeza, la educación de las virtudes, la estima a la oración. Estos padres supieron despertar el sentido religioso a todos sus hijos y les encaminaron hacia el Evangelio. Les enseñaban con el ejemplo, pero también con la palabra que les clarificaba cada una de sus acciones.

¡Estupendas lecciones de estos padres!

 

       Josefa María sabe acercarse a sus hijos y hablarles de Jesús; como buena madre cristiana tiene tiempo para descubrirles el Evangelio y ayudarles a crecer en todo lo bueno y ella misma nota cómo crece la fe de sus hijos y siente latir sus corazones y presiente que el Señor le va a pedir más de lo que ella espera.

 

       Félix, ese era su nombre de pila según consta en la partida de bautismo, era un niño normal, en poco se distinguía de los muchos que jugaban alrededor del convento de Santo Domingo de Xàtiva, muy cerca de la plaza de la Seu. Ahora bien todos coinciden en señalar que era un niño inteligente, activo, fácil para la amistad, abierto, alegre y muy religioso.

 

       El 15 de abril de 1751 muere su padre, ocho años tenía Félix. Aquel hecho familiar marcó el alma del niño; ya de mayor recordará a su padre como el mejor maestro de virtud que tuvo la dicha de tener aunque tan sólo ocho años. Se dice que la muerte del padre provocó que se acercara con mayor frecuencia por las iglesias de la ciudad. Puede ser. Pero el niño ya llevaba dentro la semilla de la fe vivida con ejemplaridad en el hogar familiar. La cuestión es que la inquietud vocacional comienza a marear al niño. No puede dormir, reza más que nunca, piensa y pregunta al Señor que desea de él. A Félix le gustaba la idea de ser misionero, predicar a los infieles, incluso morir mártir. Pero tan sólo eran pensamientos, ilusiones. La realidad es mucho mas seria y los pasos hay que darlos bien.

 

       Con este quebradero de cabeza, el jovencito acude a sor Josefa Aliaga, religiosa dominica del Convento de la Consolación de Xàtiva. Félix le escribe una carta y le cuenta sus inquietudes vocacionales, no sabe que hacer, ¿Dios me llama?, ¿ no será acaso pura ilusión pasajera?, ¿ Qué hacer en esta circunstancia?. Abre su corazón limpio e inquieto y pronto encontrará la luz que busca. El Padre Ferrandis, prior del convento de dominicos de Carlet, lee la carta en Xàtiva y con toda su fuerza da una palmada en el locutorio, donde estaba hablando con la monja: “ Hermana, dígale al muchacho que continúe estudiando, será religioso dominico “.

 

       Ingresa en los Dominicos

 

       Llega casi ya a los 14 años, su vocación es clara, quiere ser dominico y quiere ingresar en el convento de Xàtiva. Se han acabado sus dudas, sus sufrimientos, sus vigilias. El Señor le quiere en el convento. La Providencia ha guiado el corazón de este muchacho, ha madurado, ha visto la luz y la voluntad de Dios. Quiere consagrarse a Dios y dárselo todo viviendo la orden de Santo Domingo. Acude ahora al maestro Isidoro Corbí y éste hace lo posible para que el joven sea admitido en el convento de Xàtiva. Y así las cosas el 3 de diciembre de 1756, deja atrás sus vestidos y viste el hábito dominicano. Entra a formar parte de la comunidad de Xàtiva. El nombre que adopta será el de Jacinto, en recuerdo de San Jacinto de Polonia, dominico del cual era ferviente devoto.

 

       En el convento de Xàtiva permanecerá dos años y serán de intenso trabajo, estudio y perfección. Jacinto cultivará el espíritu de oración, su amor a la Eucaristía y la devoción a la Virgen María.        Jacinto crece en edad, en sabiduría y en gracia. Aquello va quedando perfecto, en su punto justo. La mano de Dios actúa. Su vocación se consolida y aumenta la ilusión de ser sacerdote y con suerte, no descarta ser misionero. Dios lo cuida y lo mima con su bendición.

 

       La orden dominicana tenía en Orihuela un Colegio Imperial que era a la vez Universidad para la formación de sus aspirantes. Los superiores de Xàtiva deciden que Jacinto acuda a esta Universidad y pueda ampliar sus estudios y conocimientos en filosofía y teología.

 

       Ya nunca volverá a Xàtiva; su madre acude al convento, el momento de la despedida es duro, pero la calidad de alma de Josefa María es tan grande que dará un viraje al hecho. Ella como siempre aconseja a Jacinto, quiere dejarle el recuerdo de su amor y de donación total a Dios. Ella ha regalado tres de sus cinco hijos a la Iglesia y presiente que este hijo es especial.

 

       Dos años durará la estancia en la universidad de Orihuela. Esos dos años templarán enormemente el carácter del joven Jacinto. Estudiará profundamente con ilusión, se dejará hacer por sus superiores, leerá buenos libros, crecerá todo lo posible en las virtudes y sacará jugo a su cerebro, llenará las estanterías de  su personalidad, estirará lo que pueda su afán de saber y de formarse y se hará un hombre, cristiano macizo, porque Jacinto lo quiere ser y trabajará lo indecible para lograrlo.

 

       El joven aspirante al sacerdocio es pasión, esperanza, audacia, autoexigencia, aceptación de riesgo, elección de las cuestas arriba y también luz en la mirada y en el corazón. Así fue la juventud de Jacinto Castañeda, nuestro futuro sacerdote y santo mártir.

 

       El interior de Jacinto es transparente, limpio, hermoso y lo muestra en sus relaciones con los demás; es un joven abierto como lo demuestra su relación con otro joven dominico con quien llegará a gozar de una gran amistad hasta la muerte, fray Domingo Caro.

 

Dentro del ambiente del curso, en mayo de 1761 llega una carta del padre Francisco Serrano, Procurador general en las Cortes de Madrid y Roma por parte de la Provincia del Rosario de Filipinas. En esa carta se solicitan jóvenes valientes, con vocación misionera, dispuestos a entregar sus vidas por el Evangelio en tierras lejanas. Enseguida dos jóvenes y un sacerdote también joven estampan su firma y dan un paso adelante en su aspiración misionera: Fray Jacinto Castañeda, Fray Domingo Caro y el Padre José Ruiz.

 

       La aventura de la fe comienza para Jacinto. Ha de comunicar a los suyos de Xàtiva la decisión que ha tomado y esta es seria y dura; lo primero, es posible que ya no los vuelva a ver y segundo, no sabe lo que puede ocurrir en aquellas tierras.  

 

       Así las cosas todo está preparado para la salida hacia Filipinas.  Su madre entiende el propósito de Jacinto, ella sabía desde el momento de su marcha de Xàtiva, que lo había entregado a Dios y que Dios haría lo que quisiera de su hijo. Está preparada para todo. Como buena madre le duele esta despedida, presiente que es para siempre, que nunca volverá a ver a su hijo; pero ofrece ese sacrificio al cielo y pone en manos de la Providencia divina la persona, las ilusiones y la misión que su hijo Jacinto va a emprender en tierras lejanas.

 

        El 8 de septiembre, festividad del Nacimiento de la Virgen María, reciben el abrazo de la Comunidad y la bendición del Padre Ballester.

 

        De Orihuela a Puerto Real donde deberán embarcar rumbo al Extremo Oriente. Jacinto tiene ahora 18 años, un corazón lleno de gracia, ilusión y muchas ganas de hacer algo que dé pleno sentido a su vida y colme sus aspiraciones de misionero.

 

       Del puerto de Cádiz parte Jacinto junto con un grupo de religiosos el 26 de noviembre de 1761. La travesía no será nada fácil. Primero se dirigirán a las Islas Canarias y de allí a Vera Cruz a donde llegaron después de cuarenta y ocho días de navegación. De Vera Cruz por tierra se encaminaron a Méjico donde llegaron el día 23 de febrero de 1762. Allí descansaron unos días. El 19 de marzo hay que salir de nuevo con dirección a Acapulco. Este trayecto es muy duro; había que soportar el calor, la intemperie, los ríos, también el hambre; a píe durante dieciséis días, que fueron una verdadera peregrinación. Descanso en Acapulco y desde allí por mar a Filipinas, que es la meta deseada, la salida está prevista para el 11 de abril.

 

        Jacinto se rehace con tan sólo pensar que llegará pronto a Manila, la ilusión que invadía su corazón desde Orihuela. Tampoco resultó cómoda la travesía, el temporal y la bravura del mar se dieron a conocer en más de una ocasión. El Padre José Ruiz y el hermano Fray Antonio Tabuas fallecieron durante el viaje, una epidemia invadió a la tripulación. A Jacinto no le afectó y por eso pudo dedicarse al cuidado de los apestados y derrochó vida, alegría y mil cuidados con amor hacia todos los enfermos. Pisan tierra filipina el 20 de agosto. Jacinto besa la tierra con amor y gratitud a la Providencia.

 

       Pero hay que llegar a Manila y cargando con el equipaje emprendieron los religiosos un nuevo viaje unas veces por mar otras por tierra; once meses dura el viaje a Manila.

 

       Con 19 años Jacinto ha de emprender los estudios que le faltan para llegar a la ordenación sacerdotal. Y cuentan sus biógrafos que estos años fueron decisivos para el joven Jacinto, crecía en bondad y sencillez, humildad y dulzura; su espíritu religioso se forjaba con profundidad; era el primero en asistir al coro, en observar los ayunos y en cumplir todas las normas de la Orden. Los superiores le admiraban por su rectitud de criterio, su trabajo y sobre todo por su vida interior. Era un joven de oración y no ocultaba su amor a la Virgen María.

 

       Y han pasado los años. Jacinto está ya preparado, su interior a punto. Ser sacerdote, recibir la ordenación, es un paso muy serio para quien lo quiere tomar en serio y Jacinto Castañeda es uno de ellos, él no se va por las ramas. Sabe muy bien que aquel paso que va a dar ante la Iglesia es para siempre y supone consagrarse de por vida a Jesucristo. Este joven lo ha meditado mucho, ha tenido tiempo y ahora quiere ya dar el paso definitivo; es joven pero sabe lo que quiere y sabe a donde va. Hay que dispensarle de edad, pues tan sólo tiene veintidós años y cinco meses. Pero no importa. En la isla de Cebú, el 2 de junio de 1765 recibe la ordenación sacerdotal y el 7 celebra su primera misa solemne en la iglesia de los Padres Agustinos de Cebú, muy lejos de su Xàtiva y sin la presencia de su madre y hermanos.

 

       Ya es sacerdote

 

       China será el escenario del ministerio de este joven neo sacerdote. Ahora es cuando abrirá totalmente sus alas y podrá cumplir todas sus aspiraciones de predicar el Evangelio. Jacinto pondrá todo su saber y toda su inteligencia cargada de ilusión  en la misión encomendada; pero a la vez sabe este joven que la dificultad no se la podrá quitar de encima; predicar en China será muy difícil y arriesgado. Jacinto reza mucho y es joven. Al joven no le asustan las aventuras ni el riesgo, no tiene miedo de nada, es valiente, intrépido y confía plenamente en Jesucristo, él es su escudo, su roca, su baluarte. Con estos pensamientos se dispone a empezar esta nueva misión.

 

       En la fiesta de la Virgen del Rosario, el 7 de octubre de 1765,  el Padre Jacinto Castañeda con otros compañeros dominicos parten hacia China. Sesenta días de travesía, llegan a Macao el 13 de diciembre.

 

       En China todo está bajo control; será espiado, se investigará todo lo que haga, la predicación, la catequesis, las celebraciones y la administración de los sacramentos. Además China no hacía mucho que había desencadenado una terrible persecución religiosa donde habían sido martirizados infinidad de cristianos. Jacinto y sus compañeros lo van a tener muy difícil en el Gran Imperio. Cambia el hábito dominicano por el traje chino, único modo de transitar por aquellos lugares con alguna seguridad. Una vez bendecidos por el Vicario Apostólico de la Misión, Jacinto comienza a aprender algo de la lengua china, pronto el Padre Castañeda estuvo dispuesto a comenzar su ministerio.

 

       En la Misión había un buen grupo de cristianos ansiosos de la palabra del misionero y sobre todo de la Santa Misa. Es, pues, necesario hacer vibrar  aquella comunidad hacerla crecer, arraigar en la fe y en el conocimiento del Evangelio y en los compromisos cristianos, cosa muy difícil por la forma de ser de aquella gente.

 

       Jacinto Castañeda pone toda la carne en el asador. Emplea todos sus carismas para hacer comprensible la Palabra de Dios y quiere recuperar a los que habían apostatado de la fe, o aquellos que por falta de sacerdotes habían abandonado la religión. Tiene mucho trabajo por delante. Bondad, inteligencia, tesón, paciencia, mucha paciencia, serán elementos que necesitará el Padre Jacinto para ejercer su ministerio en aquella región de China tan abandonada y tan necesitada de los divinos auxilios. Y aquí es donde se pueden ver las verdaderas cualidades apostólicas de nuestro joven sacerdote, lo es de cuerpo entero, sabe ser sacerdote, sabe ser misionero; la gente le admira, le venera, le quiere.

 

       En su misión el Padre Jacinto se olvida de sí mismo y se entrega en cuerpo y alma a su ministerio. Es joven y sabe que entre el día y la noche no hay pared. Trabaja sin cesar, no escatima salud, esfuerzo, sueño; no le acobardan las fatigas ni le amedrentan los peligros. Sabe abrir brecha, sabe ser apóstol de Cristo.

 

       Al oscurecer del día 17 de  julio de 1769 llaman al P. Jacinto para que administre los Sacramentos en Lo-Ka a un cristiano que se encuentra muy enfermo. El misionero no duda en embarcarse rumbo a la ciudad del enfermo. Toda la noche navegaron y al llegar a tierra se encontraron un grupo de hombres armados hasta los dientes que les esperaban; les había denunciado un cristiano renegado llamado José Ga.

 

       Los mandarines prendieron al P. Jacinto y al P. Lavilla que le acompañaba; ellos no ofrecieron ninguna resistencia y fueron llevados a la cárcel. El mismo Jacinto lo cuenta con claridad y sencillez poniendo mucha vida a todo lo que les ha ocurrido:

 

Fotos: Estudio fotográfico Federico - Rafa

        “ El día 18 de julio del año 1769, yendo a administrar a un enfermo, fui preso por un apóstata y otros infieles, quienes dando aviso a los mandarines civil y militar de la villa de Fogan, vinieron éstos la noche siguiente con gran tropa de satélites y echándome cadena al cuello y esposas en las manos, me llevaron así preso a la cárcel de Fogan. Venía en aquella ocasión conmigo el P. Lavilla y así le ocurrió la misma ventura. Fuimos catorce veces presentados a varios Tribunales y fueron diez los mandarines que entendieron nuestra causa. Todas sus preguntas se reducían a ¿ cómo os llamáis? ¿ qué edad tenéis? ¿ a qué habéis venido a este reino? ¿ en qué casa habéis estado? Y otras cosas impertinentes. Dimos con un virrey y mandarines muy benignos y mansos. Nunca blasfemaron la ley de Dios delante de nosotros, aunque si delante de los cristianos que prendieron. De éstos, por miedo, muchos pisaron la santa Cruz y dijeron con la boca que no serían mas cristianos.

 

       A nosotros nos quisieron imponer varios crímenes impuros, más no pudieron probar nada, ni haber uno siquiera que atestiguase aun falsamente. Y por ultimo, por un consentimiento de votos, pronunció el Virrey la sentencia de destierro perpetuo contra mí y el P. La Villa, con pena de vida si volvíamos a entrar en aquel reino, y a los cristianos, nuestros caseros, cuarenta azotes y dos meses de canga.

 

       Con esta sentencia, salimos de la cárcel el día 3 de octubre del mismo año y a principios de diciembre llegamos a Macao. Y así ocurrió todo. El Señor ayudó mucho. Sea bendita su divina Majestad por todo”.

                   

       Para Jacinto, joven sacerdote, estos tres meses fueron un perfecto vía crucis. Sufrió y rezó mucho. Fue una experiencia que nunca olvidará y contará con pesar aunque convencido de que ese es el camino de la cruz que al misionero le espera siempre. Aquellos tres meses templaron el alma de Jacinto y lo hicieron valiente en plena juventud. Se alegró de haber podido sufrir por Cristo y por su Evangelio. Ya se parece más a los Apóstoles que por predicar a Jesús fueron perseguidos, encarcelados y torturados. Y con este ánimo Jacinto pide en Macao ser destinado a Tunkín. La orden Dominicana tenía en esta provincia una misión desde 1676 y allí hacían falta misioneros dispuestos a trabajar en la evangelización. Los dos misioneros desterrados de China marchan hacia Tunkín.

 

       Una nueva aventura evangélica emprende nuestro joven sacerdote ya curtido por el sufrimiento y la experiencia de persecución y de cárcel. El 9 de febrero de 1770, Jacinto y Lavilla embarcan rumbo a Vietnam; llegan el 22 del mismo mes. El obispo, vicario Apostólico, también dominico les espera, les da la bienvenida, les abraza y bendice.

 

       Es mucho el trabajo que les espera y para ello deben aprender la lengua tunquina muy parecida a la china.. En agosto el P. Jacinto es enviado al pueblo de Fu-tay para que tomara a su cargo la administración de aquel distrito. El P. Lavilla se separa del P. Jacinto. Lavilla fruto de las enfermedades contraídas, más tarde abandonará Tunkín y se retirará al convento de Manila, donde moriría unos años después.

 

       El trabajo del sacerdote  es predicar la Palabra de Dios, administrar los sacramentos, presidir la Eucaristía, atender a los enfermos, enseñar el catecismo, hacer Iglesia de Cristo con el testimonio de su vida y para ello necesita estar lleno de la gracia del Señor.

 

       Fray Jacinto dedica tiempo a la oración, ese trato personal con Dios, saca tiempo para prepararse bien, predica a toda hora aprovechando cualquier circunstancia, visita muchos enfermos y necesitados y a todos les regala palabras de ánimo, consuelo y esperanza; anuncia  la salvación que Jesucristo nos ofrece desde la cruz y los sacramentos. Y eso le sirve para catequizar, explicar quien es Jesús y lo que ha hacho para salvarnos del pecado.

 

       Y el trabajo de Jacinto se multiplica, la noche se convierte en el mejor momento para el apostolado, es mejor y más discreta, se vigila menos. El mismo Jacinto cuenta que tiene que atender 60 iglesias y más de 8000 cristianos, dos padres nativos le ayudan. Se da cuenta la cantidad de supersticiones e ignorancia religiosa que aquella gente compagina con su vida.

 

       El misionero, joven o adulto, arriesga la vida por la Iglesia, es misión ardua y también hermosa, nada hay comparable con el anuncio del Evangelio. ¡ Cuántas personas reviven precisamente después de conocer a Jesús! Por eso la Sagrada Escritura ensalza el trabajo del evangelizador. Jacinto Castañeda toma muy en serio su misión en Tunkín, hará Iglesia y plantará con fuerza y eficacia la semilla del Evangelio.

 

       En medio de tanta actividad y a pesar de su juventud, a consecuencia de los padecimientos sufridos en China Jacinto cae enfermo y se le obliga a permanecer en cama bastante tiempo, pero una vez recuperado reinicia su trabajo.

 

       Los infieles siempre estaban al acecho, la denuncia o la persecución eran como un volcán a punto de despertar; era trabajar siempre temiendo ser visto por los mandarines o por los enemigos de la fe cristiana, que eran muchísimos.

 

       La comunidad confiada a nuestro misionero es de unos 14. 000 cristianos y entre ellos va creciendo la admiración hacía el sacerdote español por su trabajo y dedicación hacia la misión. El Padre Jacinto se esmera en todo, el ejemplo va por delante y no para de idear actividades que puedan mover a aquella gente tan necesitada de vida espiritual.

 

       El provincial de los dominicos le propone volver a China y aquella proposición le hará comparar la misión de China con la de Vietnam y esa idea la arrastrará mucho tiempo.

 

       Los catequistas que el P. Castañeda forma serán los trabajadores del Evangelio que cogerán la antorcha de la fe y la transmitirán por toda la misión. Creará una verdadera escuela de catequistas. Recomienda la lectura del Kempis, la Imitación de Cristo, que él mismo lee todos los días; el rezo del Rosario, como la mejor oración a la Virgen María, muchos días lo rezan juntos; les explica la vida de los santos y sobre todo les explica el Credo y los sacramentos; además les estimula a que reciban los sacramentos, sobre todo la penitencia y la eucaristía. Les enseña a rezar Vísperas y reza con ellos. Ese era el programa que los mismos catequistas relatan después de la muerte del P. Jacinto.

 

       Hacia el martirio

 

Grabado de Francisco de Paula Martí que refleja el martirio de San Jacinto Castañeda en Tunkim, ciudad del actual Vietnam.

       La fiebre no le abandona y las piernas pierden fuerza. El P. Castañeda está enfermo y a pesar de ello no cesa de trabajar y de moverse por todas parte. El 11 de julio de 1773 le llega un aviso para administrar los sacramentos a un enfermo; ha de ir a Ke-hoy. Los catequistas que ven el estado del joven misionero pretenden impedir que vaya, no está en condiciones de ir. Sin embargo el Padre Jacinto se levanta de la cama, se tapa con una manta, coge los santos óleos y sale a toda prisa; cuatro catequistas del grupo le acompañan. Puede llegar a la aldea, consuela al enfermo y al día siguiente vuelve en barca. Pero se dan cuenta que son seguidos. Fray Jacinto arroja a las aguas los santos óleos, y empuja a los catequistas para que huyan y no se dejen atrapar. Dos catequistas no quieren dejar solo al padre. Han llegado a la orilla y hay que correr; el Padre Jacinto cae en tierra varias veces, no puede con su alma, la fiebre le devora. El joven catequista Luis se lo carga sobre la espalda. Llegan a una aldea y piden esconder al misionero en una casa. Una vez a salvo Luis busca otro lugar más seguro y es atrapado por los perseguidores que inmediatamente  preguntas por el Maestro. “ Si no hablas te cortamos la cabeza “. El dueño de la casa sale y les dice: “ El Maestro está escondido en mi casa “. El Padre castañeda es apresado. Luis ruega que le dejen con el Padre, la negativa  va acompañada por la amenaza: “ Si lo sigues, te mataremos “.

 

       El Padre Jacinto es atado y sable en mano, lo conducen en medio de trompicones, insultos, zancadillas a una aldea y allí bajo la custodia de Le-do se lo llevó a su casa y lo encerró en una habitación. Enfermo y todo como estaba lo tuvo dos días sin comer ni beber, luego le dio un poco de arroz cocido con agua. El Señor inmediatamente robusteció las fuerzas y el semblante de Jacinto como hacía mucho tiempo que no gozaba; es el consuelo del cielo y la señal de que Dios está con él ahora que el sufrimiento se acrecentará.

 

       El pirata pensaba en pedir recompensa a los cristianos. Cuando el Padre Vicario Provincial se enteraron de la prisión del misionero, pensaron en vender los objetos de valor que tenía la misión para poder rescatarlo con salud. Cuando se enteró el joven Jacinto dijo a sus superiores que no dieran más de 30 monedas por él. No hubo manera, el pirata pidió tal cantidad que era imposible recogerla entre todos los cristianos.

 

       Y es cuando el pirata dio parte al Teniente Mandarín de la captura del misionero y lo colocaba a disposición de la autoridad. El mismo Padre Castañeda lo cuenta al P. Manuel Esteban en carta del 20 de julio:

 

       “Sin duda alguna sabrá V.R. que he caído en las manos de Le-do en el 12 de julio y en la noche del 15 Han-Deao envió una orden para que me trajesen a esta cárcel, donde me encuentro.

        La captura, aunque sin mucho estrépito, me fue muy gravosa mirando los grandes esfuerzos que tuve que sufrir, mientras aquellos que me cogieron no podían creérselo que yo me sintiese tan mal, totalmente débil y privado de fuerzas para poder andar; por tanto, con una espada en la mano no dejaban de  darme prisa en el camino, amenazándome continuamente; ni el verme caer en el fango les movía a compasión. No sé cuantas veces caí; me hicieron pasar por un estanco o río, el agua superaba la cintura. Tropezaba con ciertos pedruscos o rocas y andaba con los pies ensangrentados. Por último, me sentí asfixiado, de tal forma que casi no podía pronunciar con la boca el Nombre Santísimo de Jesús.

        Llegados a la casa con la boca seca, la lengua medio fuera, totalmente fatigado de la cabeza a los pies; cómo pude llegar, ni cómo pude sobrevivir aquel día, no puedo decirlo; pero en verdad se lo agradeceré a Dios Nuestro Señor, que no se ha olvidado de mí, su ingrata criatura, en aquella aflicción. Me tuvieron tres días ahora en esta habitación, ahora en otra totalmente obscura, me dieron un poco de arroz cocido en pura agua”.

 

        Veinte días está prisionero nuestro misionero. No es atormentado. Sin embargo algo se estaba tramando, el 5 de agosto, fiesta de la Mare de Dèu de la Seu, patrona de Xàtiva, bien lo recuerda nuestro Padre Jacinto es sacado de la cárcel y metido en una jaula, prisión con que suelen castigar en Tunkín los delitos de rebelión contra el rey. Jaula estrecha y baja, Jacinto no puede estar de pie, ha de permanecer siempre encogido, ni tenderse a lo largo para descansar ni levantarse. Empieza un verdadero calvario.

 

        Todos los días era expuesto a la burla de las gentes; lo enseñaban como un trofeo conquistado, El Padre Jacinto con humildad ofrecía al Señor todos estos padecimientos y ultrajes que le asemejaban a Cristo en la Cruz. Y sin embargo desde la jaula predicaba el Evangelio; cuanta más gente le contemplaba con mayor fuerza anunciaba a Jesucristo. La jaula se convirtió para el P. Castañeda  el mejor de los púlpitos, el más elocuente, el más coherente, el más cristiano.

 

        Desde la cárcel, en un momento de paz, puede escribir varias cartas, una al Vicario provincial en la que entre otras cosas le dice:

 

        “Tendré la alegría de V.R. goce de salud. Yo, por la misericordia  de Dios, me la paso sin especial novedad, aunque desde el 5 de agosto me encuentro metido encerrado en una jaula, donde por su estrechez debo estar con las piernas cruzadas día y noche. Salgo un poco fuera solamente para la comida; pero aún Nuestro Señor me asiste mucho. Bendito sea Dios. 

        Suplico a V.R. que conociendo mi situación, me mande el Kempis, las Meditaciones de San Agustín, la Bíblia pequeña que traje de Macao y el Breviario del P. Martín, que esté en la gloria. No deje V.R. de encomendarme a las oraciones de todos los religiosos y todos los cristianos".

        No puede olvidar a su compañero de fatigas el P. Lavilla  y en esos momentos de dolor y calvario le envía esta preciosa carta:

        Carísimo y hermano mío: salud y gracia y todo consuelo sean con V.R. Ya sabrá de mis tribulaciones, de mi prisión y de mi jaula, en la cual en la cual persevero desde el día 5 de agosto, esperando ya mi conducción a la Corte, que creo será uno de estos días.

        Digo a V.R., como hermano y íntimo amigo, todo en el Señor, que no me han faltado tribulaciones en mi alma, sequedades y obscuridades, pretendiendo el demonio con tantas tristezas, tinieblas y tedios perturbar la paz de mi corazón: mas bendito sea Dios Nuestro Señor, que nunca he sentido el auxilio Divino como en todo este tiempo, pues bastaba un solo afecto, que el Señor infundía en voluntad, para serenar toda aquella tempestad. Bendito sea Dios.

        En fin, Padre y hermano mío carísimo, yo me hallo todo gozoso con la suerte a que el Señor me ha llamado y espero humildemente que el Señor perfeccionará la obra que en mí ha comenzado; y para que mis pecados no sean impeditivos de las divinas misericordias, suplico a V.R. me ayude con sus oraciones y sacrificios a implorar la divina Clemencia, para que me conceda un perdón general de todas mis culpas y pecados, para que purificado mi corazón, sea ofrecido y sacrificado a la divina Majestad, y sea todo a mayor honra y gloria suya. Amén. Viva Jesús. Cuando V.R. me escriba suplico me diga si el martirio perdona toda pena y toda culpa ex opere operato, pues aunque siempre he estado yo en que sí, todavía deseo saberlo más claramente.

        Estoy contento y gozoso en la suerte a que el Señor me ha llamado y espero humildemente que perfeccionará la obra que en mí ha comenzado”.

 

         Es la mejor y más sublime ofrenda del Padre Jacinto Castañeda a la divina Providencia. Es su mejor sermón. La garantía de autenticidad de su entrega al Señor y de su vida cristiana. Si es verdad que ha sufrido momentos de angustia espiritual, escrúpulos, sequedad y crisis; ahora vive feliz, ahora sabe lo que le espera y su alma descansa serena y con mucha paz. Jacinto Castañeda está escribiendo la más preciosa página de su vida.

 

        Le traen compañía, en medio de estos sufrimientos, ve que llevan otra jaula y dentro al P. Vicente Liem de la Paz que había caído en manos de estos infieles. Va a padecer el mismo suplicio que el P. Castañeda. Este nuevo prisionero era natural de Tunkín, desde los doce años vivía con los Padres Dominicos, de ellos lo había aprendido todo; trabajaba en Tunkín desde  1759, era un auténtico evangelizador. Los dos misioneros se ven enjaulados y humillados, pero dispuestos con alegría  a sufrir las tribulaciones necesarias que la Providencia permita por el Evangelio. Ya nunca se separaran, pues, juntos los llevaran a todas partes hasta la muerte.

 

        Desde la jaula el P. Jacinto Castañeda predica y exhorta a los fieles a perseverar, a ser valientes, a crecer en la fe y en el amor a Nuestro Señor Jesucristo. Eran muchos los cristianos que acudían a la plaza cuando los dos misioneros eran expuestos a la expectación del pueblo. Sin embargo el Subprefecto se carcomía de rabia, pues no podía soportar que los Padres, incluso encerrados en la jaula predicaran el nombre de Cristo. Jacinto piensa en aquellas preciosas palabras que San Pablo escribe a su amigo y obispo Timoteo: “ Estoy sufriendo y padeciendo por el Evangelio que predico hasta verme encarcelado como si fuera un malhechor, pero la palabra de Dios no está encarcelada “. La jaula se había convertido en un hermoso y elocuente ambón.

 

        El rey manda que le lleven ante él a los dos misioneros encarcelados, los quería conocer y hablar con ellos. Los sacaron de la jaula; el monarca se dirigió a Jacinto y después de preguntarle por su nombre, edad y patria.

 

        Después mandó que desataran al P. Jacinto y que le trajeran los ornamentos sagrados y se los pusiera. Jacinto obedece y una vez revestido como para la misa, coge un crucifijo en las manos, lo besa y lo adora, reza en lengua tunquina el Credo y el Padre nuestro y la Salve a la Santísima Virgen. Todos quedaron asombrados de la valentía y fortaleza de ánimo que mostró el misionero delante del rey y su corte. Aquello que parecía una burla se convirtió en un acto de supremo testimonio ante todos.

 

        ¡ Basta!, grito el rey

 

        Los dos misioneros salieron de palacio muy contentos por lo ocurrido; fueron de nuevo encerrados en las distintas jaulas; no sabían lo que iba a ocurrir, aunque lo presentían después de las escenas de palacio.

 

        El 30 de octubre fueron trasladados a una cárcel de mayor seguridad y les prohibieron comunicarse con cristiano alguno.

 

        Cuatro días después, el 4 de noviembre, el tribunal pronunció la sentencia para los padres dominicos enjaulados: “ Nosotros, por lo tanto, obedeciendo las órdenes del Rey leyendo el folio de cargos y encontramos que han sido traídos dos hombres, el uno de ellos Jacinto, europeo del reino de España, que se llama Padre Jacinto Castañeda y el otro Vicente que se dice Padre Liem. Ambos de manera clara y evidente son maestros de la Ley; también fueron aprehendidas imágenes pintadas y los libros de la Religión. Nosotros leemos el Edicto en el cual se ordena: Que quien sea Maestro, atendiendo a su oficio y ministerio han de ser juzgados y condenados a morir decapitados “.

 

        Un cristiano, como puede, se acerca a dar la noticia al P. Castañeda y el mismo catequista cuenta lo oye de labios del misionero:

“El Señor me concede hoy una gran alegría”.

 

        Puestos en las jaulas, los dos misioneros se van preparando para la entrada en la gloria. Los dos rezan con fervor y piden perdón al Padre de los cielo. Incluso se confiesan empleando la lengua latina y ambos se dan la absolución. Ya están en el punto justo. Ahora esperan la corona de gloria que no se marchita y que Dios concede a los que le son fieles. Estos dos jóvenes muestran su valentía y su amor al Evangelio, beben el cáliz del Señor hasta la última gota.

 

        Amanece el 7 de noviembre, es el día definitivo, ellos lo saben y no temen: el Señor es mi Pastor, nada me falta, Los catequistas y un grupo de cristianos acuden a despedirse de los Padres. Aquellos jóvenes catequistas lloran y se admiran ante las figuras de los misioneros. El P. Jacinto les bendice y les anima a seguir trabajando por el Evangelio, ellos han de llevar la luz de la fe por las tierras de Vietnam, regada por la sangre de tantos mártires.

 

        Después de mediodía son conducidos a las afueras de la ciudad. Se quitaron la ropa exterior y la repartieron a los verdugos; perdonaron a los asesinos e incluso los bendijeron, era un gran favor lo que les iban a hacer: morir mártir de Cristo es un honor que no todos merecen.

 

        Pisotear la Cruz, escupirla: ¡Jamás!

        Jacinto coge la Cruz y la besa y se abraza a ella.

 

        Dos verdugos con la espada desnuda esperan la orden del Mandarín que consistía en abrir y cerrar un abanico y al punto cayeron las espadas sobre los cuellos de los dos misioneros. El Padre Jacinto Castañeda tenía 30 años de edad.

 

        Sus nombres viven para siembre.

 

        Los catequistas pudieron recoger los cuerpos y trasladarlos a Tru-Lin donde recibirán el acto de despedida de toda la comunidad cristiana de Tunkín. Muchos cristianos se acercaron a besar los píes de los santos mártires de Cristo.

 

 

        San Pío X beatificó a Jacinto y Juan Pablo II lo canonizó.

 

 

La Seu de Xàtiva

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