La ciudad de Xàtiva vivió con
inmensa alegría el acontecimiento religioso de la Beatificación de su
hijo el venerable Jacinto Castañeda, mártir. Organizó fiestas y actos
religiosos y culturales que alzó a toda la ciudad.
El Semanario “El Obrero Setabense” ofreció amplia información sobre el
nuevo Beato hijo de Xàtiva. Yo quiero recurrir al número 706, que salió
el día 19 de mayo de 1906 y transcribir un precioso artículo editorial
que se publicó en primera página, honrando la memoria, la vida, el
testimonio de Jacinto Castañeda Puchansóns. La Beatificación ocurrió el
día 20 de mayo de 1906 por el Papa Pío X, proclamado santo años después.
“Se ha dicho desde uno de los púlpitos más famosos del mundo y por uno
de los oradores más sabios y elocuentes del pasado siglo, que la más
grande honradez se eclipsa y desaparece ante la generosa y
resplandeciente justicia de los santos.
Imagen de San Jacinto quemada en 1936
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Siendo esa justicia de los escogidos de Dios, fruto inmediato de la vida
divina que perfecciona, eleva y hasta deifica la vida del hombre, creo
que, no sólo su honradez natural, sino todas sus otras cualidades
naturales, por más eminentes y brillantes que sean, han de ser
eclipsadas y han de desaparecer ante virtudes y obras de los santos,
como las estrellas de la noche se apagan y desaparecen ante la claridad
inmensa del astro del día.
Genio, valor, amor a la patria y amor al prójimo, dones son que elevan a
inmensas alturas a los dichosos mortales enriquecidos por ellos; sus
nombres se transmiten a las futuras generaciones escritos con caracteres
de oro y el pueblo donde ha mecido su cuna ha considerado su partida
bautismal como una de las páginas más brillantes de su historia.
Játiva se envanece, y con razón, por la parte que le ha tocado en la
distribución de esos preciosos dones naturales que la Providencia ha
hecho entre sus hijos en el decurso de los pasados siglos.
Poetas ilustres, sabios profundos, políticos eminentes, elocuentes
oradores, artistas célebres, estadistas aventajados, soldados intrépidos
y valerosos, de tal modo que en todas las esferas de la actividad y de
la ilustración brilla con resplandores de honor y de gloria el nombre de
algún setabense.
En el hermoso vergel de la religión, no sólo no ha aparecido menos
fecunda esta noble ciudad, sino que se puede asegurar que es el Edén en
cuyo dilatado cielo brillan como astros de primera magnitud muchos de
sus hijos. Dos pontífices romanos, nueve príncipes de la Iglesia,
diecinueve prelados y no pocos teólogos eminentes, algunos orientalistas
aventajados, muchos canonistas célebres y místicos elevadísimos e
infinidad de predicadores famosísimos y de celosísimos misioneros. Y
subiendo aún dentro de la misma Religión a un grado superior al que da
la dignidad y la ciencia; elevándonos a aquellas alturas a donde no
puede subir el hombre por sí solo, aunque se valga de las alas del genio
y de la intrepidez del valor y del sacrificio de sí mismo; remontándonos
a aquellas inconmensurables alturas donde brilla el sol de la verdadera
gloria, a las alturas de las virtudes cristianas, a las alturas de la
santidad, aun allí encontramos, escritos con caracteres indelebles, los
nombres de algunos setabenses.
Imagen actual
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¡Grandeza que supera a toda otra grandeza, porque es la única que
reconoce y acepta Aquel que es grande por esencia! ¡Gloria que supera a
toda otra gloria, porque es la única que perdura a través de los tiempos
para extenderse por toda la eternidad! El día 13 de enero de 1743 vino
al mundo un niño, hijo de los piadosos consortes D. José Castañeda y Dª
Josefa María Pujazóns, que habitaban la casa señalada hoy con el número
16 de la calle de Cebrián de esta ciudad. Al día siguiente recibía aquel
niño las aguas del santo bautismo en nuestra Iglesia Colegial, hoy
parroquia Mayor de santa María, imponiéndole los nombres de Félix,
Tomás, Joaquín y Tadeo.
Desde sus primeros años manifestó ardentísimos deseos de retirarse del
mundo para entregarse al servicio de Dios y ganar almas a Jesucristo.
Antes de los catorce años de edad vio cumplidos en parte sus piadosos
deseos, vistiendo el hábito de santo Domingo de Guzmán en el convento de
esta población. Llegado a la edad canónica para la profesión, la hizo
tan espontánea como solemne, tomando el nombre de Jacinto.
Nada queremos decir respecto a la resolución heroica de irse a las
apartadas regiones del Asia, sin otro fin que llevar la luz del
Evangelio a los que allá vivían envueltos en las tinieblas del error y
sentados a la sombra de la muerte, y sin otra esperanza ni otro anhelo
que padecer y morir por Aquel que ha muerto por todos en una cruz; nada
queremos decir ahora de los obstáculos de afecto que tuvo que vencer, ni
de las dificultades que tuvo que salvar, ni de los trabajos, penalidades
y peligros que arrastró hasta verse ya en la provincia de Tonkín, en la
China, ejerciendo su ansiado y apostólico ministerio por disposición y
mandato de su superior jerárquico; ni tampoco queremos añadir en esta
ocasión los copiosísimos frutos que obtuvo, ni las persecuciones y malos
tratamientos de que fue objeto por parte de aquellos salvajes que fue a
civilizar: todo eso lo hemos consignado en esa serie de artículos que en
el presente número terminamos con el epígrafe “Más sobre el nuevo
Beato”. Hoy nos concretamos a repetir que el 7 de noviembre de 1773,
levantando en su diestra la imagen de Jesucristo y predicando en alta
voz su divinidad y su amor incomparable a todos los hombres, le fue
cortada la cabeza.
Su alma bendita voló a los cielos, en donde recibió la corona que Dios
tiene imagen actual reservada para los que confiesan su nombre delante
de los hombres y dan la vida por sus ovejas; su cuerpo fue recogido y
honrosamente sepultado en la iglesia del mismo pueblo por muchos de los
cristianos testigos del triunfo del nuevo apóstol.
Después de ciento treinta y tres años empleados en pruebas y
contrapruebas, en rigurosos exámenes de testigos, en largas discusiones
de hechos y testimonios, en investigaciones de todo lo que pueda tener
sombra de imperfección, defensas de abogados, acusaciones de fiscales
sin omitir nada de cuanto pueda pertenecer al ilustre mártir, se ha
visto con la clarividencia que da el estudio recto, profundo e
imparcial, que el joven setabense martirizado en el Tonkín fue un
dechado de las divinas virtudes, fe, esperanza y caridad; que su
doctrina fue expresión fi el de la que predicó Jesucristo y enseña la
Iglesia; que su muerte fue ofrecida y aceptada por el puro amor a Dios y
a los hombres; y finalmente, que toda esta manifestación de la vida
divina en nuestro admirable héroe lleva la sanción de Dios, el sello de
las obras de Dios; los hechos sobrenaturales o milagrosos, confirmados
quedan en su largo y depurado proceso. Mañana, en fin, 20 de mayo de
1906, el Romano Pontífice, como representante de Dios en la tierra,
desde las alturas del vaticano anunciará al mundo que el nombre de fr.
Jacinto Castañeda está escrito con caracteres inefables en el Libro de
la Vida; que su alma, radiante de luz y claridad, asiste con los ángeles
y santos al trono del Dios tres veces santo; que merece, por lo tanto,
el honor de los altares, y tienen los oradores de este destierro un
intercesor más que les ayude y auxilie en esta dolorosa peregrinación.
El telégrafo llevará con la velocidad del pensamiento la voz del
Pontífice de un polo a otro polo; todos los habitantes repetirán con
respeto el nombre del setabense beatificado, y todos los pechos
cristianos dejarán escapar un suspiro de amor al ilustre Dominico.
Játiva debe sentirse rejuvenecida, como se siente rejuvenecer la anciana
madre con los laureles y gloria de alguno de sus hijos. Hasta el
presente ha podido Játiva levantar estatuas, erigir monumentos y tejer
coronas para aquellos de sus hijos que se han distinguido por su genio o
por su valor. Mañana podrá Játiva levantar altares y dedicar templos y
rendir culto a uno de sus hijos que ha sentido la llama del más
inspirado ingenio y el fuego ardiente del valor más noble y generoso.
J.P.B. Játiva 19 de mayo de 1906”.
San Pío X, Papa que
beatificó a San Jacinto
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