Es preciso detenernos y analizar
el fenómeno que supuso la proclamación de la Segunda República en España
y las consecuencias que trajo a la Iglesia Española.
También a la Iglesia de Xàtiva, donde hubo auténticos martirios de
personas reconocidos por la Iglesia y martirio de arte. La verdad está
ahí y nadie la puede ignorar, la verdad está por encima de ideologías y
de formas de pensar.
Durante la segunda República fue creciendo un odio atroz hacia la
Iglesia y todo lo católico, que culminó con la criminal matanza de
sacerdotes, religiosos y religiosas más los seglares católicos, por el
mero hecho de serlo.
Quema de iglesias en Valencia en mayo
de 1931
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¿Cómo pudo darse en España, como hecho social, el odio contra la
Iglesia? ¿A qué secreta furia obedecían los asesinatos sistemáticos de
sacerdotes, la refinada técnica de las torturas, los tribunales
populares, las checas? Son preguntas que se hace don Antonio Montero,
arzobispo emérito de Badajoz, que nos ofreció un impresionante trabajo
sobre la Persecución Religiosa en España, y que él trata de contestar
minuciosamente en su libro; de él beberé a la hora de relatar los
hechos; también otro sacerdote, valenciano, experto en estos temas, don
Vicente Carcel Ortí tiene una obra “ La Persecución Religiosa en España
durante la Segunda República”, a la que recurriré en mi exposición.
Durante la Dictadura del general Primo de Rivera (13 de septiembre
1923-28 enero 1930) la Monarquía de Alfonso XIII se desautorizó por
completo. El monarca fue responsable, por su actuación personal, del
descrédito de la institución, ya que al colaborar con el dictador violó
la Constitución de 1876, que había jurado cumplir. Por ello, tras la
caída del dictador, la situación política era muy compleja, y el rey,
ante la imposibilidad de seguir gobernando, no tenía más solución que
dimitir. ¿Cómo podía retirarse Alfonso XIII en tales circunstancias?
Vista en datos sintéticos y sin más explicaciones, afirma monseñor
Montero, la historia de la Segunda República Española es sencillamente
desconcertante. Adviene un nuevo régimen de resultas de unas elecciones
municipales en las que la Monarquía obtiene un número de concejales
cuatro veces mayor que el de los republicanos, elecciones celebradas el
12 de abril de 1931. Esto no obstante, el rey se ve obligado a marchar.
Bien es verdad que ni los mismos prohombres republicanos habían
sospechado tan radicales consecuencias. Para Largo Caballero las
elecciones sólo iban a ser ‘un juego inútil y sin importancia, que
únicamente serviría para fortalecer el trono’. ‘Es ingenuo esperar algo
de las elecciones’, había declarado Azaña a un redactor de La Tierra.
Pasa un mes y el nuevo escrutinio en las urnas lleva a los escaños de
las Cortes Constituyentes a una gran mayoría izquierdista, que fabrica
una Constitución de signo abiertamente laico. Laico en el lenguaje
español de la época, pierde su significado de indiferencia para
equivaler a sectarismo anticatólico. Sigue un bienio socialista y
anticlerical.
Considerada en sus aspectos religiosos, la República aparece como un
anticipo, bastante logrado por cierto, de lo que sería después la zona
roja durante la guerra civil. El sistema instaurado en la primavera de
1931 nada temía, en principio, en cuanto a su estructura política como
forma de gobierno, que contradijese a la doctrina de la Iglesia.
Monarquía y República son regímenes que caben, con plenitud de derechos
ambas, dentro de la concepción católica del Estado.
La Iglesia adoptó desde el primer momento de la proclamación de la
República no sólo una actitud de acatamiento sincero, sino incluso de
abierta colaboración en defensa de los intereses superiores de la
nación.
En un editorial publicado el 15 de abril en el diario católico El Debate
se afirmaba: “La República es la forma de gobierno establecida en
España; en consecuencia, nuestro deber es acatarla”. El obispo de
Barcelona, Manuel Irurita, en una circular publicada el 16 de abril,
ordenaba a los sacerdotes que no se mezclaran en contiendas políticas y
que guardasen “con las autoridades seculares todos los respetos debidos”
y colaborasen con ellas; pidió además oraciones públicas para que el
Señor “derrame sobre la Patria y sus gobernantes las gracias tan
necesarias en los actuales momentos”, así lo afirma Vicente Carcel en la
obra ya citada.
Durante la campaña electoral para las municipales de 1931 el episcopado
en general mostró moderación. Al conocerse los resultados electorales,
tanto los obispos como la gran mayoría de los católicos practicantes no
ocultaron su preocupación por el cambio de régimen. “Hemos entrado ya en
el vértice de la tormenta –escribía Gomá a Vidal– … Soy absolutamente
pesimista”. Y el cardenal Segura comentaba: “Indudablemente que nuestra
Patria ha sufrido un rudo golpe con los sucesos de estos días”.
D. Prudencio Melo,
Arzobispo de Valencia desde 1923 a 1944
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Los miembros del Gobierno provisional de la República procedían unos del
campo republicano histórico, capitaneado por Lerroux, y otros del
socialista, dirigido por Prieto. Sabido es que ambos grupos políticos
eran notoriamente hostiles a la religión y los católicos veían en ellos
a los enemigos naturales de la fe católica y de la monarquía. Con todo,
el sector republicano era generalmente más conservador y respetuoso con
la Iglesia, no por convicción sino por cálculo político y, por ello,
deseaba evitar a todo trance los errores del pasado y, en concreto, los
que habían provocado el fracaso de la primera efímera República en 1873,
y querían consolidar la segunda atrayendo a los enemigos de la misma,
sin exceptuar a la Iglesia.
Apenas nacida la nueva etapa se sintieron en su propia casa demagogos
extremistas y ateos rabiosos. Basta con ojear la prensa de entonces y
nos damos cuenta que va germinando un ataque repleto de odio hacia la
Iglesia y sus ministros, hacia todo lo que huela a Iglesia e incienso,
como decían. No era un ambiente neutro y respetuoso, no, era un ambiente
contrario.
La primera gran quema de conventos acaece antes de un mes de promulgada
la República, exactamente el 11 de mayo de 1931. Casi un centenar, entre
templos y casas religiosas, fueron pasto de las llamas en tres días de
barbarie popular. No le quedan al historiador actas judiciales de un
proceso que no llegó a iniciarse contra los autores de tales desmanes.
El gobierno rehuía al asunto.
La polémica sobre las responsabilidades del Gobierno por estos hechos
sigue abierta.
Las relaciones entre la República y la Iglesia quedaron enturbiadas
desde ese momento, como reconocieron los más cualificados exponentes
políticos del momento.
El presidente del Gobierno provisional declaró que las consecuencias de
los incendios de iglesias y conventos: “para la República fueron
desastrosas: le crearon enemigos que no tenía; mancharon un crédito
hasta entonces diáfano e ilimitado; quebrantaron la solidez compacta de
su asiento; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o
violentas censuras de los que como Holanda, tras haber execrado nuestra
intolerancia antiprotestante, se escandalizaban de la anticatólica”.
Algo que debemos tener muy en cuenta en esta época que contribuyó en
cantidad a agriar los ánimos y enfrentar implacablemente a media España
contra la otra media, no menos que los incendios y la legislación
apasionada, fueron la propaganda del laicismo, la pornografía y la
irreligión, que cayeron como enjambre oscuro sobre la masa inculta,
incapaz de resistirla.
Empezó la etapa republicana partiendo, como de un dato global e
incontrovertible, de que España ya no era católica. Manuel Azaña,
ministro de la Guerra, expresaba en el Congreso, el 13 de octubre de
1931 que “lo que se llama problema religioso es en rigor la implantación
del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas
consecuencias. La premisa de este problema la formuló de esta manera:
“España ha dejado de ser católica”.
Quienes vivieron las primeras jornadas republicanas recuerdan que con la
propaganda del nuevo régimen se mezclaban en el argot vulgar de los
mítines de suburbios y aldea los más groseros ataques contra la
religión.
La prensa roja, como puede verse hoy en las hemerotecas de España, se
despachó con incansable violencia contra la Iglesia y sus ministros y
contra la religión como tal. La Traca de Valencia en su número de 17 de
julio de 1936 da las respuestas a una encuesta planteada a sus lectores
por la redacción del periódico: “¿Qué haría usted con la gente de
sotana? Y allí aparecen respuestas como estas: “Ahorcar a los frailes
con las tripas de los cura”. Esto nos da a entender la situación en la
que se encontraba ya España. ¿Qué hubieran hecho si entonces hubieran
manejado la televisión, y otros medios de comunicación, entre otras
cosas? Queda en el aire para el buen entender del lector. El veneno iba
cundiendo no sólo por las calles sino, y sobre todo, en las conciencias.
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