Papeles de historia 34

 

Desde la Colegiata de santa María de Xàtiva

Aproximación a una historia

 

ARTURO CLIMENT BONAFÉ
A
BAD DE XÀTIVA

ÍNDICE

 

34. PROCLAMACIÓN DE LA
SEGUNDA REPÚBLICA (A)

 

Es preciso detenernos y analizar el fenómeno que supuso la proclamación de la Segunda República en España y las consecuencias que trajo a la Iglesia Española.

También a la Iglesia de Xàtiva, donde hubo auténticos martirios de personas reconocidos por la Iglesia y martirio de arte. La verdad está ahí y nadie la puede ignorar, la verdad está por encima de ideologías y de formas de pensar.

Durante la segunda República fue creciendo un odio atroz hacia la Iglesia y todo lo católico, que culminó con la criminal matanza de sacerdotes, religiosos y religiosas más los seglares católicos, por el mero hecho de serlo.
 


Quema de iglesias en Valencia en mayo de 1931


¿Cómo pudo darse en España, como hecho social, el odio contra la Iglesia? ¿A qué secreta furia obedecían los asesinatos sistemáticos de sacerdotes, la refinada técnica de las torturas, los tribunales populares, las checas? Son preguntas que se hace don Antonio Montero, arzobispo emérito de Badajoz, que nos ofreció un impresionante trabajo sobre la Persecución Religiosa en España, y que él trata de contestar minuciosamente en su libro; de él beberé a la hora de relatar los hechos; también otro sacerdote, valenciano, experto en estos temas, don Vicente Carcel Ortí tiene una obra “ La Persecución Religiosa en España durante la Segunda República”, a la que recurriré en mi exposición.

Durante la Dictadura del general Primo de Rivera (13 de septiembre 1923-28 enero 1930) la Monarquía de Alfonso XIII se desautorizó por completo. El monarca fue responsable, por su actuación personal, del descrédito de la institución, ya que al colaborar con el dictador violó la Constitución de 1876, que había jurado cumplir. Por ello, tras la caída del dictador, la situación política era muy compleja, y el rey, ante la imposibilidad de seguir gobernando, no tenía más solución que dimitir. ¿Cómo podía retirarse Alfonso XIII en tales circunstancias? Vista en datos sintéticos y sin más explicaciones, afirma monseñor Montero, la historia de la Segunda República Española es sencillamente desconcertante. Adviene un nuevo régimen de resultas de unas elecciones municipales en las que la Monarquía obtiene un número de concejales cuatro veces mayor que el de los republicanos, elecciones celebradas el 12 de abril de 1931. Esto no obstante, el rey se ve obligado a marchar. Bien es verdad que ni los mismos prohombres republicanos habían sospechado tan radicales consecuencias. Para Largo Caballero las elecciones sólo iban a ser ‘un juego inútil y sin importancia, que únicamente serviría para fortalecer el trono’. ‘Es ingenuo esperar algo de las elecciones’, había declarado Azaña a un redactor de La Tierra.

Pasa un mes y el nuevo escrutinio en las urnas lleva a los escaños de las Cortes Constituyentes a una gran mayoría izquierdista, que fabrica una Constitución de signo abiertamente laico. Laico en el lenguaje español de la época, pierde su significado de indiferencia para equivaler a sectarismo anticatólico. Sigue un bienio socialista y anticlerical.

Considerada en sus aspectos religiosos, la República aparece como un anticipo, bastante logrado por cierto, de lo que sería después la zona roja durante la guerra civil. El sistema instaurado en la primavera de 1931 nada temía, en principio, en cuanto a su estructura política como forma de gobierno, que contradijese a la doctrina de la Iglesia.

Monarquía y República son regímenes que caben, con plenitud de derechos ambas, dentro de la concepción católica del Estado.

La Iglesia adoptó desde el primer momento de la proclamación de la República no sólo una actitud de acatamiento sincero, sino incluso de abierta colaboración en defensa de los intereses superiores de la nación.

En un editorial publicado el 15 de abril en el diario católico El Debate se afirmaba: “La República es la forma de gobierno establecida en España; en consecuencia, nuestro deber es acatarla”. El obispo de Barcelona, Manuel Irurita, en una circular publicada el 16 de abril, ordenaba a los sacerdotes que no se mezclaran en contiendas políticas y que guardasen “con las autoridades seculares todos los respetos debidos” y colaborasen con ellas; pidió además oraciones públicas para que el Señor “derrame sobre la Patria y sus gobernantes las gracias tan necesarias en los actuales momentos”, así lo afirma Vicente Carcel en la obra ya citada.

Durante la campaña electoral para las municipales de 1931 el episcopado en general mostró moderación. Al conocerse los resultados electorales, tanto los obispos como la gran mayoría de los católicos practicantes no ocultaron su preocupación por el cambio de régimen. “Hemos entrado ya en el vértice de la tormenta –escribía Gomá a Vidal– … Soy absolutamente pesimista”. Y el cardenal Segura comentaba: “Indudablemente que nuestra Patria ha sufrido un rudo golpe con los sucesos de estos días”.
 


D. Prudencio Melo,
Arzobispo de Valencia desde 1923 a 1944


Los miembros del Gobierno provisional de la República procedían unos del campo republicano histórico, capitaneado por Lerroux, y otros del socialista, dirigido por Prieto. Sabido es que ambos grupos políticos eran notoriamente hostiles a la religión y los católicos veían en ellos a los enemigos naturales de la fe católica y de la monarquía. Con todo, el sector republicano era generalmente más conservador y respetuoso con la Iglesia, no por convicción sino por cálculo político y, por ello, deseaba evitar a todo trance los errores del pasado y, en concreto, los que habían provocado el fracaso de la primera efímera República en 1873, y querían consolidar la segunda atrayendo a los enemigos de la misma, sin exceptuar a la Iglesia.

Apenas nacida la nueva etapa se sintieron en su propia casa demagogos extremistas y ateos rabiosos. Basta con ojear la prensa de entonces y nos damos cuenta que va germinando un ataque repleto de odio hacia la Iglesia y sus ministros, hacia todo lo que huela a Iglesia e incienso, como decían. No era un ambiente neutro y respetuoso, no, era un ambiente contrario.

La primera gran quema de conventos acaece antes de un mes de promulgada la República, exactamente el 11 de mayo de 1931. Casi un centenar, entre templos y casas religiosas, fueron pasto de las llamas en tres días de barbarie popular. No le quedan al historiador actas judiciales de un proceso que no llegó a iniciarse contra los autores de tales desmanes. El gobierno rehuía al asunto.

La polémica sobre las responsabilidades del Gobierno por estos hechos sigue abierta.

Las relaciones entre la República y la Iglesia quedaron enturbiadas desde ese momento, como reconocieron los más cualificados exponentes políticos del momento.

El presidente del Gobierno provisional declaró que las consecuencias de los incendios de iglesias y conventos: “para la República fueron desastrosas: le crearon enemigos que no tenía; mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que como Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante, se escandalizaban de la anticatólica”.

Algo que debemos tener muy en cuenta en esta época que contribuyó en cantidad a agriar los ánimos y enfrentar implacablemente a media España contra la otra media, no menos que los incendios y la legislación apasionada, fueron la propaganda del laicismo, la pornografía y la irreligión, que cayeron como enjambre oscuro sobre la masa inculta, incapaz de resistirla.

Empezó la etapa republicana partiendo, como de un dato global e incontrovertible, de que España ya no era católica. Manuel Azaña, ministro de la Guerra, expresaba en el Congreso, el 13 de octubre de 1931 que “lo que se llama problema religioso es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. La premisa de este problema la formuló de esta manera: “España ha dejado de ser católica”.

Quienes vivieron las primeras jornadas republicanas recuerdan que con la propaganda del nuevo régimen se mezclaban en el argot vulgar de los mítines de suburbios y aldea los más groseros ataques contra la religión.

La prensa roja, como puede verse hoy en las hemerotecas de España, se despachó con incansable violencia contra la Iglesia y sus ministros y contra la religión como tal. La Traca de Valencia en su número de 17 de julio de 1936 da las respuestas a una encuesta planteada a sus lectores por la redacción del periódico: “¿Qué haría usted con la gente de sotana? Y allí aparecen respuestas como estas: “Ahorcar a los frailes con las tripas de los cura”. Esto nos da a entender la situación en la que se encontraba ya España. ¿Qué hubieran hecho si entonces hubieran manejado la televisión, y otros medios de comunicación, entre otras cosas? Queda en el aire para el buen entender del lector. El veneno iba cundiendo no sólo por las calles sino, y sobre todo, en las conciencias.

 

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