San Jacinto Castañeda

 

 El santo de Xàtiva

venerado en Vietnam

y desconocido para muchos valencianos

 

Publicado en el semanario «Paraula-Iglesia en Valencia», 
el domingo 7-XI-2004.

 

    Jacinto Castañeda , el `San Vicente Mártir' de la Conchinchina -hoy Vietnam- donde cuenta con gran devoción nació en Xàtiva en 1743 y sorprendentemente es desconocido para muchos valencianos. Hoy en PARAULA, gracias al abad de Xàtiva y a toda la ciudad difundimos su vida ejemplar en el aniversario de su martirio para fomentar su devoción.

 

Grabado de Francisco de Paula Martí que refleja el martirio de San Jacinto Castañeda en Tunkim, ciudad del actual Vietnam.

 

Soy Jacinto Castañeda

 

     Soy Jacinto Castañeda, aunque mi nombre de pila fue Félix, Tomás, Joaquín, Tadeo. Nací en Xátiva el 13 de enero de 1743 y el mismo día me bautizaron en la Pila de la Colegiata y mis padres, José y Josefa me presentaron a la Mare de Déu de la Seu, la patrona de la ciudad.

 

     En Xátiva aprendí a rezar, mis padres me enseñaron. Ellos eran muy cristianos y en mi bautismo se comprometieron a educarme en la fe. Lo hicieron muy bien. Mi familia era eminentemente cristiana, allí se rezaba y cundía el amor, si, mucho amor. Tuve varios hermanos, dos llegaron a sacerdotes y dos contrajeron matrimonio.

 

     Cuando tenía ocho años murió mi padre. Fue un golpe muy duro para todos. Mi madre se hizo cargo de toda la familia.

 

     La gracia de Dios tocó mi corazón y manifesté mi intención de ser sacerdote dominico. No hubo oposición por parte de nadie. Comencé mis estudios, primero en Xàtiva y luego en Orihuela, siempre ya con los dominicos.

 

 

     De Orihuela a Filipinas

 

     Un día estando ya en Orihuela, vino un Padre misionero y pidió voluntarios para Filipinas. Yo me presenté. Mi intención era entregarme a Cristo y a la Iglesia, no importaba donde. Me aceptaron.

 

Tunkim, en el actual Vietnam rinde veneración a un joven misionero de 30 años nacido en Xàtiva al que enjaularon y cortaron la cabeza el 7 de noviembre de 1773.

     Después de varios meses de navegación llegamos a Filipinas. Allí terminé mis estudios. Mi vocación era firme, sincera, viva. Lo tenía claro: ser sacerdote misionero. Mis superiores me aceptaron.

 

     Llegó el día de la ordenación. Fue en Cebú, el 2 de junio de 1765. Desde que me marché de Xàtiva escribía a mi madre, a mis hermanos y amigos que dejé en mi pueblo. Me gustaba escribir y contar mi vida, así pues, después de mi ordenación escribí a mi madre expresándole todo lo que sentía en aquellos momentos. "Madre ya soy sacerdote. He llegado a la meta que me propuse. Soy de Cristo, a él me consagro con todo mi corazón y me pongo en sus manos. Gracia Dios mío". A mis hermanos y amigos les expresé mi gozo y mi alegría.

 

     Inmediatamente me destinaron a China, el gran continente. Allí lo pasé realmente mal. Surgieron muchas dificultades. El cristianismo era perseguido y más los sacerdotes y misioneros. Comencé a beber el cáliz del Señor. Me apresaron; me desterraron con amenaza de muerte si volvía. Mis superiores decidieron que volviera a Filipinas. Allí estuve poco tiempo. Me destinaron a Tunkín, el actual Vietnam.

 

     Llegué el 22 de febrero de 1770 con enorme ilusión. Desde mi llegada comencé a trabajar. La catequesis, las visitas a los distintos grupos y capillas, los enfermos, los niños. ¡Cuánto trabajo! Apenas tenía tiempo para comer y descansar un poco. Muchas celebraciones había que realizarlas por la noche pues nos perseguían. Pero mi fe en la Providencia era grande. El Señor es mi fuerza y mi poder. Enseñar el Evangelio llenaba mi vida, me ilusionaba, me entregaba a la misión en cuerpo y alma. Era muy feliz siendo cura. ¡La fuerza del Espíritu me acompañaba cada minuto! Formé un grupo de catequistas, ¡eran mi delicia, mi ilusión! Trabajaba mucho con ellos y ellos eran mis brazos, llegaban a mucha gente. Cuanto más preparados estaban mejor hacían su trabajo evangelizador. Alguno de ellos me acompañaba en mis itinerarios y visitas.

      Una noche me llamaron para dar la Unción a un enfermo. Me acompañaba un catequista. Al salir de la choza me apresaron; hice que el catequista huyera y se marchara rápidamente. A mi me llevaron ante el gobernador, la sentencia era tajante: condenado dentro de una jaula hasta el momento de la muerte, fue el 5 de agosto, gran fiesta en mi pueblo, la Mare de Déu de la Seu. ¡Cómo me acordaba! Pensaba en mi madre y mis hermanos..

 

 

     Me metieron en una jaula

 

La noticia del martirio tardó dos años en llegar a Xàtiva.

     La jaula era pequeña, no cabía de pie, tenía que permanecer siempre agachado y encorvado. La jaula la colocaron en la plaza para que todo el mundo me viera. Mis cate­quistas venían a verme y también el grupo de católicos de Tunkín. Les pedí una Biblia, el libro de rezo, el Kempis y las Confesiones de san Agustín, papel y lápiz. Me permitían escribir y mandar cartas. La oración era mi alimento espiritual. ¡Cuánto recé! Aquella jaula la convertí en púlpito. Desde allí, como podía, predicaba a Jesucristo. Aquello era evangelio vivo y sacrificado. Todos sabíamos cual era el final y estaba cerca. Rezaba con mis catequistas, algunos de ellos lloraban; estaban muy preocupados por mi suerte. Yo pedía fuerza y valor. Quería ser fuerte. Ahora es cuando había que demostrar que lo que predicaba era verdad. Ese era el momento: el testimonio, la coherencia. Se lo pedía a la Virgen, nuestra Madre y a los Santos. El Señor me animaba con la dulzura de su gracia, su amor infinitamente misericordioso y bueno me arropaba y me animaba.

 

     Llegó el día señalado, 7 de noviembre de 1773; después de tres meses de suplicio me esperaba el martirio.

 

     Al sacarme de la jaula me propusieron que escupiera la Cruz y la pisoteara. Me negué rotundamente, ¡nunca! es más, cogí con mis manos la Cruz y la besé con un cariño entrañable. Me la quitaron inmediatamente de mis manos, me obligaron a arrodillarme y me cortaron la cabeza.

 

     Yo no merecía tanto. El martirio es un don de Dios. Fue el mejor regalo. Entré por la puerta grande en el cielo, pues el martirio es el testimonio mayor que un cristiano puede dar por Jesucristo. Sí, entré en el cielo. Y de ello me alegro. Tenía treinta años.

 

La jaula era pequeña, no cabía de pie, tenía que estar siempre agachado y encorvado, la colgaron en la plaza y siguió predicando desde allí.

     Mis catequistas recogieron mi cuerpo me llevaron a una capilla, me lavaron y desfilaron todos besándome los pies con respeto, amor y gratitud. Para ellos fue muy duro. Unos días después enterraron mi cuerpo.

 

     Dos años tardó la noticia en llegar a mi pueblo. Mi hermano Vicente, sacerdote de la Colegiata fue el encargado de comuni­cárselo a nuestra madre. Ella, como las grandes matriarcas de la Sagrada Escritura, al ver que iba con rodeos le dice, ¿cómo ha muerto Jacinto? Madre, le han cortado el cuello. Con enorme serenidad mi madre se arrodilló y comenzó a rezar; su oración era de gratitud. Tenía un hijo en el cielo. Un hijo Mártir. Y todos fueron a la Colegiata y entonaron un himnos de acción de gracias.

 

     El Papa Pío VI dedicó parte de un dis­curso para hablar de mí, ensalzando la misión y el martirio que sufrí en aquellas tierras. Es raro que un Papa hable de esa manera tan entusiasta dando gracias a Dios por la valentía de un sacerdote mártir, sin ser canonizado. De esa manera mi martirio comenzó a conocerse.

 

     En Xàtiva celebraron fiestas en mi honor.

 

     Un Santo Papa, Pío X, me beatificó el 20 de mayo de 1906 y Juan Pablo II el 19 de junio de 1988 me canonizó.

 

     Desde el cielo intercedo por todos, os miro con cariño y pido al Señor, corona de los Mártires que os bendiga, os de valentía para confesar la fe y para que seáis verdaderos cristianos.

 

     Arturo Climent Bonafé

     Abad de Xátiva

 

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