Como cada año la Cuaresma es un impulso para vivir la fe. La Cuaresma nos inicia en la Pascua, nos entrena en el paso de la muerte a la vida.
El signo de la ceniza por el que la Iglesia comienza públicamente este tiempo de penitencia es muy elocuente. No hace falta mucha explicación, habla casi por sí solo.
El hombre vive de la tierra (Adán significa sacado de la tierra, del barro) y al morir vuelve a la tierra en forma de polvo de ceniza.
Entre estos dos momentos discurre la vida de cada uno.
Esta puede vivirse con un horizonte de futuro, con esperanza, o como un caminar sin sentido hacia la Pascua.
El signo de la ceniza no expresa nihilismo, sino finitud de la criatura y presenta la ocasión para pensar en el sentido de la vida como horizonte de eternidad.
Al imponernos la ceniza se nos dice “polvo eres y al polvo volverás”, o bien “conviértete y cree en el Evangelio”. Recuerda que eres muy poca cosa pero se te anuncia algo y Alguien que te dará esperanza: la vida eterna y a Jesucristo que te la da: vuélvete (conviértete a él).
El Evangelio nos presenta el trípode cuaresmal gracias al cual podemos caminar con la mirada puesta en Cristo. Esto es lo importante y no las obras en sí.
La intensificación de la oración nos hace llenarnos más de Cristo. En la medida en que me lleno del Señor veo que puedo prescindir (ayunar de muchas cosas). Y el fruto de este desprendimiento es la limosna.
Ya el Papa San Clemente en la Carta a los Corintios les decía: “Seamos una porción santa… practiquemos todo lo que exige la santidad.”
Vivamos nuestra experiencia de Iglesia. San Ignacio de Antioquía decía: “Donde está Jesucristo allí está la Iglesia Católica”. El realismo de San Ignacio nos invita a los cristianos de hoy a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con Él, vida en Él) y entrega a su Iglesia: unidad, servicio generoso a la comunidad y al mundo.
Es importante la oración. Dirá San Justino, un Padre apologeta del siglo II: “tú reza ante todo para que se te abra las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender.”
Tiempo de leer las escrituras como alimento fundamental. Un Padre del siglo III, Orígenes, escribía: “aplícate a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas escrituras, que en ellas se encuentra oculto con gran amplitud el misterio de nuestra salvación.”
Este teólogo está convencido que el camino privilegiado para conocer a Dios es el amor, y de que no puede conocer de verdad a Cristo sin enamorarse de él.
Una de las señales de la recta inteligencia del ayuno es que termina en la caridad. Ayunar, para dar al prójimo, decía San León Magno “lo que cada uno sustrae a sus placeres, lo de a favor de los
débiles y pobres.” O también según el sacramentario veronense: “lo que tomamos en estas cosas de menos, aproveche para alimentar a los necesitados”.
En la carta a Diogneto dice: “la felicidad no está en dominar tiránicamente al prójimo ni en querer estar siempre por encima de los más débiles, ni en la riqueza, ni en la violencia para con los más necesitados: en esto no puede nadie imitar a Dios, porque todo es ajeno de su grandeza. Más bien el que toma sobre sí la carga de su prójimo, el que en aquello en que es superior está dispuesto a hacer el bien a su inferior, el que suministra a los más necesitados lo que él mismo recibió de Dios, este es imitador de Dios. Son pobres y enriquecen a muchos. Les falta todo pero les sobra todo.”
El tiempo de Cuaresma apela a nuestras luchas y tristezas diarias, mostrando cómo la respuesta a todos los problemas de la vida se encuentra en el misterio de Jesucristo.
San Cipriano nos habla de que para levantar la fe que se encontraba decaída y casi diría aletargada pone al hombre una prueba más que una persecución. Él describía la situación de su tiempo: cada uno se preocupaba de aumentar su hacienda y olvidándose de su fe. Se entregaban con codicia insaciable y abrasadora a aumentar sus posesiones y en los sacerdotes ya no había religiosa piedad. Por eso se nos invita a convertirnos al temor de Dios y que estemos dispuestos a sufrir con paciencia y a aceptar las pruebas que de Dios nos viene.