Durante el primer siglo, los cristianos de Roma no tuvieron cementerios propios. Si poseían terrenos, enterraban en ellos a sus muertos. Si no, recurrían a los cementerios comunes que usaban también los paganos. Por este motivo, San Pedro fue enterrado en la “necrópolis” (ciudad de los muertos) de la Colina Vaticana, abierta a todos; del mismo modo, San Pablo fue sepultado en una necrópolis de la Vía Ostiense.

En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones, los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe. Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.

Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución. Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen. Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo v, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.

Cuando los bárbaros (godos y longobardos) invadieron Italia y bajaron a Roma, destruyeron sistemáticamente muchos de sus monumentos y saquearon muchos lugares, incluidas las catacumbas. Impotentes frente a tales devastaciones, que se realizaron repetidamente, hacia la mitad del siglo viii y el comienzo del ix los papas hicieron trasladar las reliquias de los mártires y de los santos a las iglesias de la ciudad, por razones de seguridad.

Una vez realizado el traslado de las reliquias, no se volvieron a visitar las catacumbas y se abandonaron totalmente, excepto las de San Sebastián, San Lorenzo y San Pancracio. Con el tiempo, materiales de desprendimientos y la vegetación obstruyeron y escondieron las entradas de las demás, hasta el punto de que se perdió su rastro. Y durante toda la Edad Media se ignoró dónde se encontraban.

La exploración y el estudio científico de las catacumbas empezaron, siglos más tarde, con Antonio Bosio (1575-1629), llamado el “Colón de la Roma sub- terránea”. Y en el siglo pasado, Juan Bautista de Rossi (1822-1894), considerado el fundador y padre de la Arqueología Cristiana, realizó la exploración sistemática de las catacumbas, especialmente de las de San Calixto.

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