RODRIGO DE BORJA

TRAS LOS PASOS DE SU TÍO

Conferencia de  D.MIGUEL NAVARRO

Presbítero, profesor de la Facultad de Teología de Valencia

Rodrigo de Borja nació en Xàtiva, alrededor del año 1431, en el seno de una familia de la pequeña nobleza local, formada por Jofré de Borja Escrivá e Isabel de Borja, hermana del futuro Calixto III.

Debió de ser el año 1449 cuando el Cardenal Alfonso de Borja hizo venir a Roma a sus sobrinos Pere Lluís y Rodrigo de Borja y Lluís Joan de Milà. El primero, como heredero de los títulos nobiliarios de los Borja setabenses, fue destinado a la carrera de las armas y enviado al servicio del rey Alfonso en la corte napolitana, mientras los otros dos sobrinos, consagrados a la Iglesia, fueron encomendados para mejorar su educación al humanistas Gaspar de Verona, quien tenía en Roma una prestigiosa escuela.

Ese quedó admirado de «la elocuencia, el porte y la afabilidad» de Rodrigo, del que más tarde esbozaría este sutil y penetrante retrato: «Es hermoso, de rostro alegre y aspecto risueño, tiene una manera de hablar elocuente y meliflua, que cautiva a todas las mujeres distinguidas que ve».

Poco después, el cardenal envió a sus sobrinos a la Universidad de Bolonia, para estudiar Derecho, con la esperanza de que siguieran sus pasos en el curso de los honores eclesiásticos, a los que trataba afanosamente de elevarlos. Mientras tanto se preocupó de su promoción eclesiástica, y en 1450 Nicolás V nombró a Rodrigo canónigo y chantre de la Colegiata de Xàtiva, en 1453 le reservó tres beneficios eclesiásticos de los primeros que vacaran en las diócesis de Valencia, que regía su tío o de Segorbe-Albarracín (de las que acababa de nombrar obispo a su primo Lluís de Milá) y le entregó las parroquias de Cullera y de Sueca.

NOTA: Estos cargos eran concedidos sin ser ordenados sacerdotes; eran cargos honoríficos.

Cuando el 8 de abril de 1455 el cardenal Alfonso de Borja fue elegido Papa con el nombre de Calixto III, la fortuna de Rodrigo experimentó un notable auge. Un primer intento de encomendarle el obispado de Valencia, que dejaba vacante su tío, fracasó por la tenaz oposición de Alfonso el Magnánimo, que lo quería para su sobrino Juan de Aragón. Por el momento el Papa tuvo que contentarse con hacerlo protonotario de la Sede Apostólica, y lo envió a continuar sus estudios en Bolonia, donde se doctoró en agosto de 1456. Poco después le dio el deanato de la Colegiata de Xàtiva, uno de los beneficios más preciados de los Borja, por tratarse del mayor y más valioso de su ciudad natal, así como la parroquia de Quart.

Pero esto era poco. Ya antes de su coronación pontificia Calixto había manifestado su propósito de elevar a sus sobrinos Lluís Joan y Rodrigo a una alta dignidad eclesial: el cardenalato.

En el consistorio del 20 de febrero de 1456, con el consenso unánime de los cardenales presentes, Calixto concedió el capelo a sus sobrinos, a los que asignó los títulos de los Cuatro Santos Coronados y de San Nicolás in carcere Tulliano, respectivamente, aunque la promoción se mantuvo en secreto hasta el 17 de septiembre del mismo año.

De las brillantes cualidades del joven cardenal Rodrigo de Borja da fe Eneas Piccolomini, el futuro Pío II, quien escribió de él: «Es joven por su edad, pero en lo que se refiere a las costumbres y sensatez es anciano, y da muestras de valer tanto en la doctrina jurídica como su tío».

En diciembre de 1456 el papa le nombró legado en la Marca de Ancona, cargo que desempeñó con éxito durante un año, a pesar de su juventud, dando muestras de sus dotes de gobierno al mantener esta levantisca región bajo la autoridad del pontífice; por lo que el 11 de diciembre del año siguiente Calixto le hizo capitán general de los ejércitos pontificios, y le entregó el cargo más honorífico de la curia romana: el de vicecanciller de la Iglesia, el cual, además de aumentar sus ingresos, le permitía conocer muchos asuntos de estado y, sobre todo, los beneficios que quedaban vacantes, conocimiento que utilizó en el futuro para abocar a sí un buen número de ellos.

A la muerte del magnánimo, Calixto le concedió el obispado de Valencia (30 de junio de 1458), el cual retuvo hasta su elección papal, entregándolo entonces a su hijo César Borja.

Al morir su riguroso tío el joven cardenal Borja comenzó a dar muestras de uno de los rasgos más distintivos de su persona: la sensualidad; por lo que el nuevo papa, Pío II, aunque lo apreciaba y le concedió bastantes beneficios, tuvo que reprocharle la ligereza de sus costumbres.

Con la elección de Sixto IV comenzó a tener puestos de relieve en la política pontificia.

El nuevo papa lo nombró su legado en España, con el fin de lograr la colaboración de los reinos hispánicos en la cruzada. A mediados de mayo de 1472 partió de Roma y llegó a Valencia el 18 de junio. El Dietario del capellán se hace eco del esplendor y la pompa que desplegó durante su estancia en nuestra tierra. En este viaje visitó por dos veces Xàtiva; la Colegiata le preparó un gran recibimiento. En su legación se ocupó de sanar en raíz el matrimonio de los futuros Reyes Católicos (título que les concedería él más tarde, como papa Alejandro VI), mediante una bula que traía para ello; y favoreció la causa de Isabel como heredera de Castilla.

El Legado Rodrigo de Borja regresó a Roma en octubre de 1473, y en 1477 volvió a ser enviado en calidad de legado pontificio a Nápoles, para coronar a la reina Juana. De sus cualidades prácticas y sus dotes políticas da fe un contemporáneo, que lo definió como «hombre de espíritu emprendedor, de mediana cultura, provisto de imaginación y de gran capacidad oratoria; astuto de naturaleza, que muestra sus habilidades cuando se trata de actuar». De hecho era tenido por persona de vivo ingenio, buen conocedor del derecho canónico experto en la administración curial y hábil en el manejo de los asuntos políticos y diplomáticos.

El sagaz cardenal Borja supo sacar partido de estos servicios y aprovechó la influencia que tenía Sixto IV para hacerse con pingües beneficios. Así el Papa le entregó en encomienda las ricas abadías de Subiaco de Santa María de Valldigna, lo trasladó de su título cardenalicio diaconal de san Nicolás al obispado de Albano y, más tarde, al de Porto, con lo que pasó a ser decano del colegio cardenalicio.

En julio de 1482 le concedió la sede de Cartagena, a la que juntó, en tiempos de Inocencio VIII, las de Mallorca y Erlau (Hungría), así como otros muchos beneficios menores, que, sumados a los que ya poseía del tiempo de Calixto III, le convertían en uno de los cardenales más ricos del momento.

A la muerte de Inocencio VIII el cónclave se encontraba dividido entre dos facciones opuestas, capitaneadas por los cardenales Juliano della Rovere y Ascanio Sforza. El cardenal Borja no era contemplado como candidato, por el hecho de ser extranjero, pero tras los primeros escrutinios fallidos comenzó a imponerse su candidatura. De manera que el 11 de agosto de 1492 se anunciaba al pueblo romano su elección unánime como Papa, con el nombre de Alejandro VI.

A pesar de que era conocida su conducta ésta no provocó particular escándalo ni en el cónclave ni en las cortes de la cristiandad, que acogieron con alegría la elección por tratarse de un político hábil y estadista capaz; lo cual indica que en aquella época se veía más al Papa como un príncipe temporal que como pastor de la Iglesia.

Sus primeras decisiones causaron muy buena impresión y suscitaron esperanzas de que el nuevo Papa iba a mejorar la administración y el gobierno de los estados Pontificios, aseguraría la paz de Italia y trabajaría por la cruzada y la reforma de la Iglesia.

Al inicio de su pontificado entró en liga con Milán y Venecia, y la ratificó con el matrimonio de su hija Lucrecia con Juan Sforza, sobrino del Moro, y feudatario pontificio en cuanto señor de Pésaro.

Pero poco después, tal vez por miedo al predominio del rey Carlos VIII de Francia en Italia, que le solicitaba la investidura del reino napolitano, amenazando con venir a la península a cobrarlo por la fuerza, se acercaba a Ferrante de Nápoles, y entablaba negociaciones para casar a su hijo Jofré con la nieta del rey, Sancha de Aragón, lo cual le valdría a su vástago como dote el principado de Squillace y el condado de Cariati. La muerte del rey no interrumpió esta alianza, y Alejandro envió a Nápoles como legado al Cardenal Joan de Borja, para que coronase en su nombre al nuevo rey, Alfonso II. De esa manera se ganaba también la benevolencia de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, primo del rey de Nápoles, enemigos de Francia, en orden a que favorecieran el engrandecimiento nobiliario de su hijo Joan de Borja, instalado en el ducado de Gandía, y casado con una prima del rey aragonés, María Enríquez.

Uno de los aspectos más destacables de la política internacional de Alejandro VI es su intervención en los asuntos americanos, a requerimiento de los Reyes Católicos, quienes en 1493 enviaron un embajador a Roma para obtener del Santo Padre bulas que les otorgasen el dominio de los territorios descubiertos por Cristóbal Colón y los que en el futuro se descubriesen, ya que el rey Juan II de Portugal se lo disputaba en base a ciertos documentos pontificios y tratados anteriores con Castilla sobre la expansión atlántica y africana de ambos reinos.

Recurrieron anacrónicamente a la ideología teocrática de la “Donación de Constantino”, que confería al Papa un poder omnímodo como “dominus orbis”, el 3 y el 4 de mayo de 1493 Alejandro emitió dos breves “bulados”, conocidos como “Inter. Cetera”, en los que concedía a los Reyes católicos las tierras descubiertas y a descubrir en el Atlántico, que estuvieran situadas más allá de una línea de demarcación establecida cien millas al Oeste de las Azores, siendo las de más acá de Portugal.

Todo ello con la condición de que se empeñaran ambos en la evangelización llevada a cabo por misioneros españoles y portugueses.

No es fácil valorar con imparcialidad una personalidad tan compleja y apasionante como la de Alejandro VI, cuya vida se encuentra rodeada por un halo de leyenda que estorba el juicio histórico. A la hora de juzgar su figura los historiadores tienden a ser severos en sus apreciaciones.

Cabe recordar que el Papa Borja defendió siempre la ortodoxia de la fe, combatiendo a los herejes, y fue custodio celoso de los derechos de la Sede Apostólica. Con los judíos se mostró tolerante, aceptando en los Estados Pontificios a muchos de los que los Reyes Católicos habían expulsado de España. Su piedad era sincera. También protegió a los humanistas del momento como Pomponio Leto, Michele Ferno, Luis Pedocataro y otros, y colaboró con generosas sumas de dinero en la reconstrucción de la universidad de Roma, conocida como La Sapienza. Su mecenazgo artístico fue más relevante de lo que se cree, como han puesto de relieve los estudios del profesor Ximo Company, y su actividad edilicia en Roma fue extremadamente beneficiosa para la ciudad dejando obras muy notables.

Para juzgar al Papa Borja correctamente debemos situarlo y comprenderlo en su contexto histórico. En este sentido debemos decir, en primer lugar, que los defectos del Papa no fueron solos ni exclusivos de él, encontramos similares en otros prelados de la época, lo cual nos da a entender que en aquel momento había un difuso clima social de permisividad y tolerancia ante estos vicios cuyo efecto era que no fuesen vistos por la opinión pública con la severidad con que son juzgados hoy en día. La misma libertad con que el Papa trató a sus hijos como tales nos indica esto. Para la mentalidad de Rodrigo de Borja y de muchos de sus contemporáneos tal estilo de vida podía conjugarse perfectamente con una fe cristiana no diré pura, pero al menos sincera.

Sin embargo, muy poco después de la muerte de Alejandro este clima moral permisivo, relajado y laxista cambió radicalmente a causa de la Reforma y la Contrarreforma, y entonces la figura del Papa Borja fue escarnecida con los más severos juicios. Sin duda, en Alejandro VI los defectos morales fueron más ostentosos y evidentes que en otros prelados de su época, pero esto obedece a su libertad de carácter, totalmente exento de prejuicios.

Con todo, aunque pecador era un buen cristiano. No podemos aceptar de ningún modo las acusaciones lanzadas por el impulsivo y apasionado Savonarola.

De su auténtico espíritu cristiano dan prueba estas palabras que le dirigía en una carta a su hijo Joan cuando vino a Gandía: “Duc, si vols haver la gràcia i benedicció nostra, te manam que tu sies devot de la Nostra Dona gloriosa e bon cristià, tement e observant los manaments de nostre Senyor Déu, (…) oint cascum dia, devotament, ta dir enuig, ni injuria a persona del món; portan-te ab tos parents e tot hom ab molta humanitat e cortesía”.

(«Duque, si quieres tener nuestra gracia y bendición, te pido que seas devoto de Nuestra Señora gloriosa y buen cristiano, observando con temor los Mandamientos de Nuestro Señor Dios, (…) oyendo todos los días, devotamente, sin enfadarte ni injuriar a nadie; llevándote con la familia y con todas las personas con mucha humanidad y cortesía»)

Despojar a Alejandro VI de su mito, devolverle su humanidad es la tarea del historiador.

Y cuando lo hacemos descubrimos en él, con sus defectos y virtudes, sus vicios y sus cualidades, una gran humanidad. Como ha señalado uno de sus mejores conocedores, el P. Miquel Batllori, “su política podrá ser discutida; su vida privada, de cardenal y de papa, da pena; pero la gran personalidad de Rodrigo de Borja subyuga tanto a los que la contemplan con admiración y simpatía, como a los que la han envuelto de leyenda y de pasión: puede excitar los sentimientos más contradictorios, excepto la indiferencia”.

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