Mucho me han contado sobre la muerte del Siervo de Dios, de su entierro y de las consecuencias de su muerte. Pero teniendo a mi lado a su hija Adela, recurro a ella para que me cuente qué paso aquel día, porque ella fue la última que vio con vida a su padre. Me ha dado por escrito su versión y tal y como es lo transcribo con su permiso:

“Nuestro padre, Manuel Casesnoves Soler, falleció el día 24 de mayo, festividad de María Auxiliadora, a quien él profesaba gran devoción, hasta el punto que todos los meses le rezaba la novena. Ella se lo llevó el día de su fiesta.

Su muerte vino precedida de un problema cardíaco que se le manifestó un mes antes cuando se desvaneció yendo de la Colegiata al Ayuntamiento (entonces en la calle S. Agustín).

Estuvo en tratamiento durante un mes y se encontraba ya muy bien, según él, y el médico que lo trataba.

Yo ya estaba casada, pero pasaba con mi marido e hija mucho tiempo en casa de mis padres.

Ese día, la dirección del Colegio en el que yo estaba ejerciendo, “La Fonda Mallol”, situada en la calle Moncada, me envió a Valencia para que comprara un regalo que el Centro, con motivo del día de la Parroquia, ofrecía a la Colegiata.

Regresé con tiempo para comer con nuestros padres. Cuando terminamos, nuestro padre, como de costumbre, se disponía a hacer unos minutos de siesta.

En ese momento se dirigió a nuestra madre diciéndole, que si le venía bien, cuando se levantara irían a la Llosa de Ranes a ver unos muebles para el piso que habían adquirido en Valencia, y a mi, que le acompañara al dormitorio. Siempre lo hacíamos nuestra madre o alguna de nosotras, pues no le gustaba meterse entre las sábanas, simplemente se tumbaba vestido y quien le acompañaba le tiraba de los pantalones para que no se le arrugaran y le tapaba con una
colcha. Así lo hice.

Tuve el privilegio de ser la última que le viera con vida.

Después me fui al Colegio. Cuando con los niños estaba rezando el mes de María, me vinieron a buscar, diciéndome que mi padre se había puesto muy enfermo.

No intuí lo peor, ni en ese momento, ni cuando iba por la calle, a pesar de que la gente me miraba de forma extraña.

Cuando llegué a casa, el golpe fue muy grande. Inmediatamente comprobé lo que había ocurrido. Corrí al dormitorio. Ya habían desmontado la cama y allí estaban, él, muerto en el suelo y nuestra madre de pie a su lado con el misal en las manos rezando las oraciones de la buena muerte.

Estaba serena, no lloraba, pero al abrazarnos rompimos las dos a llorar.

Me contaron, luego, que había sido nuestra madre quien lo encontró sin vida, al poco tiempo de haberse acostado, porque entró al dormitorio, buscando una pieza de ropa, que tenía en el perchero y quería lavar.

Al no encontrarla y verse en la necesidad de encender la luz, se dirigió a nuestro padre diciéndole:”perdona Manolo, voy a encender la luz”, se
dio cuenta de que él no hizo ningún movimiento. Lo llamó, lo movió pero ya no respiraba. Al percatarse sólo dijo: “¿Por qué, Señor?” Lo besó y cerró los ojos.

Luego reaccionó y con gran conformidad exclamó: “¡Señor, si tú lo has querido, bendito seas!”.

Según nuestra madre estaba en la misma postura que yo le había dejado. No había síntomas de movimiento alguno. La colcha hasta el cuello y brazos y piernas tapados. En su rostro paz y serenidad.

Se fue con “la maleta bien preparada”, como él solía decir a nuestra tía-abuela, Adela, cuando ella comentaba que tenía mucho miedo a morir. Por la mañana había ido a la santa Misa y Comunión, y había rezado el último día de novena a María Auxiliadora. Al mediodía, visita al Santísimo en la Colegiata, había “Cuarenta Horas” con Exposición Mayor. De allí, visita a su tía Lola, como todos los días y a casa a comer.

El entierro fue una manifestación de duelo. La gente que estaba presenciando el paso del mismo y muchos de los que le acompañaban, lloraban y comentaban: “ha muerto el padre de los pobres”.

La Colegiata estaba repleta de fieles como el día de la Virgen y, don Juan Vayá, el Abad, pronunció una homilía preciosa”.

Hasta aquí el relato de Adela Casesnoves.

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